Existen tantas razones para el fracaso como para el éxito, esos dos grandes impostores que nos confunden confundiéndose entre sí.
Ambos tienen sus propias causas, que pueden ser diferentes en cada caso. Una de las más (si no “la más”) controvertida de todas es esa elusiva presa llamada “talento”.
El debate entre el don y la genética contra la persistencia y el esfuerzo no tiene blancos ni negros, y no admite rótulos indiscutibles.
Aún los talentos más extraordinarios necesitan una oportunidad y un ámbito para desarrollarse.
Si el padre de Mozart hubiera sido pintor en vez de profesor de música, ¿conoceríamos hoy día a Wolfgang A. Mozart? La “fantasía”, el “talento natural” de un jugador, no es algo que se pueda poner en marcha con un interruptor. La clave para estimularla está en atenderla siempre que sea posible. Cada uno desarrolla sus propios mecanismos para invocar a sus musas, y esto no es tan fácil.
El objetivo de quien hace buen uso de su talento debería llevar a que, si se posee un don, este se convierta en algo inconsciente y continuo, de modo que la fantasía esté siempre activa.
No se trata de tener un destello ocasional de creatividad. Si queremos sacar el mejor partido de nuestras dotes innatas, debemos estar dispuestos a analizarnos críticamente a nosotros mismos.
La manera más rápida de mejorar es trabajar nuestras debilidades. A veces, equivocadamente, hacemos caso de los estereotipos que tenemos sobre nosotros mismos, y nuestra propia opinión sobre nuestras habilidades es a menudo muy inexacta, producto de un par de incidentes o comparaciones.
Las personas que les dicen constantemente a los demás, refiriéndose a sí mismos, que son “olvidadizos”, por ejemplo, se meten en un círculo de reafirmación negativa muy difícil de romper, se lo terminan creyendo y actuando como si lo fueran (“profecía autocumplida”).
No todos los jugadores tienen tanta suerte como los talentosos naturales extraordinarios, pero todos pueden contribuir muchísimo a crear su propio destino.
Cuando un hombre, un jugador en este caso, tiene un don y no lo usa o no puede usarlo, ha fracasado. El talento que no sale a la luz es como si no existiera.
Nos lamentamos por el talento que no se desarrolla, por el talento que se descubre y luego se desperdicia. Por supuesto, como contrapartida, están aquellos que han conseguido ir más allá de sus capacidades innatas; aquellos que han superado obstáculos, adversidades, y a rivales con mayores calidades genéticas que ellos.
Ahora… mirémoslo desde otro punto de vista: ¿por qué la capacidad para el esfuerzo no se considera también un don natural? El deportista que “ha logrado hacer más teniendo menos”, que se ha esforzado y entrenado más que nadie hasta transformarse en un deportista de calidad… ¿ha superado un déficit de talento o simplemente ha explotado su dosis de otro tipo de talento (el talento para esforzarse más que otros)? Como si la disciplina y la capacidad de trabajo de Michael Jordan o de Daniel Carter, por ejemplo, no fueran parte intrínseca de su talento…
Seguramente todos conocemos y podríamos citar muchísimos casos de jugadores en uno y otro bando. Sin ánimo de contraponerlos, seguramente cada uno tendrá sus preferencias a la hora de enlistarse de un lado o de otro. ¿Es eso necesario? La mitad de la biblioteca dirá que sí, la otra mitad, que no.
Más allá de las conclusiones de cada uno, la autocrítica, el autoconocimiento, coherencia y esfuerzo, de la mano, siempre darán resultado. Y la razón de ello es que son cosas que dependen exclusivamente de uno mismo. Nadie puede detener la persistencia o hasta la obstinación de quien se esfuerza por mejorar sus habilidades.
El así llamado “talento natural” se apropia con frecuencia de personas indignas de él. El “talento para esforzarse” (permítanme llamarlo así)… jamás.
“Muchas personas pierden oportunidades porque estas suelen presentarse en ropa de trabajo y parecen trabajo. Yo creo mucho en la suerte, pero cuanto más trabajo, más suerte tengo.” (Thomas Edison)
Fuente:San Isidro Club(SIC)
Autor: Miguel A Hernandez
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