A veces ocurre que se pierde un partido inesperado. Uno de esos partidos que ninguno en el equipo consideraba que “se podía perder”. O una mala racha que genera incertidumbre. Habitualmente, y más allá de las cuestiones individuales o grupales que en determinado partido conduzcan a una derrota sorpresiva, este tipo de derrotas o malas rachas suelen ser el resultado de no comprender, interpretar o aceptar la realidad de nuestra posición y posibilidades frente a nuestro oponente.
Esto deja claro que hay algo que se debe mejorar en la preparación del equipo, sea ésta una cuestión psicológica (“karma”) o un desconocimiento de las reales capacidades propias y del adversario. Si esto ocurre, estamos aún en la mitad de la ladera de la montaña que nos lleva a la cumbre; nos queda aún mucho por recorrer: mientras más excelencia posee un equipo, menos derrotas inesperadas suele sufrir.
Sun Tzu, en su extraordinario libro “El arte de la guerra”, dice con gran simpleza: “conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo; así podrás librar cien batallas sin correr riesgos”.
Esto nos lleva a plantearnos cuántas veces confiamos en exceso en nuestras virtudes y subestimamos o hasta ignoramos las virtudes y características de nuestros rivales. Escuchamos permanentemente a deportistas profesionales decir con la mayor soltura “nosotros nos fijamos sólo en nuestro juego, lo que haga el rival no nos importa mucho”, o conceptos parecidos a este. Los futbolistas argentinos, por ejemplo (y los directores técnicos, inclusive), son muy afectos a desdeñar no sólo las virtudes de los rivales sino cualquier estrategia que el mismo pudiera poner sobre el terreno de juego. Claro está que luego de alguna derrota inesperada las excusas ante supuestos planteos defensivos, las quejas sobre fallos arbitrales y hasta sobre el estado del campo de juego dejan al descubierto no sólo la pobreza de argumentos sino la incapacidad de reconocer falencias propias a la hora de establecer un plan de juego propio de cierta coherencia. Como si se diera por sobreentendido que los rivales deberían permitirnos desarrollar nuestro juego libremente.
En situaciones de adversidad inesperada es necesario buscar siempre cuál es el problema subyacente: arrogancia, temor no reconocido, soberbia, relajación, ambición… todas esas cuestiones que hacen que no se prepare un partido con suficiente seriedad y responsabilidad.
La mayoría de situaciones de este tipo son variaciones del mismo tema (la historia de David y Goliat es una obvia referencia): subestimar a tu adversario lleva a una difícil situación debido al desconocimiento del oponente, lo que es tan malo como desconocerse a sí mismo.
Estar listo no es suficiente. Hay que estar Preparado,lo que requiere una especial condición física y mental, y una adecuada planificación. Cuando se está bien preparado, es más probable que todo fluya naturalmente. Cuando no no es así, la presión se hace sentir. Y así puede llegarse hasta el desaliento, que no es más que la convicción total de haber fallado. Una mala preparación es una invitación a eso. Es por eso que este tipo de contratiempos a veces no sólo nos niega la victoria; nos inflige heridas que pueden acompañarnos a lo largo del camino y que se pueden transformar en la semilla del fracaso.
Una tarea de los líderes de un equipo es minimizar el impacto de los acontecimientos inesperados. Esto es, entre otras cosas, prestar atención a todos los detalles. Lo que no se hizo antes y derivó en una derrota inesperada debe generar una profunda y sincera búsqueda de superación. Depende de cada uno, además, responder cada vez con más fuerza pero también con más humildad y más inteligencia.
Toda racha negativa inesperada puede acarrear una carga positiva: hacer que nos olvidemos de las cosas no esenciales o superfluas, que se recupere la humildad y volver a nuestras fortalezas básicas, a las cosas que realmente importan, a lo que nos ha forjado como equipo, a lo que constituye nuestra identidad. En esos valores está la fuerza para continuar adelante, y es tarea de líderes avanzar en esa dirección.
Eliminando el “habría que”, “tendría que”, “hay que”, “podría”. Eso que dicen los que nunca hacen nada. Hay que hacer lo que hay que hacer, no sólo pensar en hacerlo.
La derrota es tanto parte del juego como el triunfo, y hay que absorber la derrota con determinación y sacar provecho de ella, aprendiendo la lección. Los equipos que hacen la diferencia jamás permiten que un traspié inesperado, por duro que fuera, tenga el poder como para arruinarlos o echarlos atrás. Muchas veces necesitamos la adversidad para encontrar o reencontrar nuestros viejos valores, nuestra esencia. Lidiar con grandes pérdidas a veces puede llevarnos a grandes gratificaciones humanas e íntimas.
En definitiva, “el éxito no se logra porque te toca una buena mano, sino por jugar bien cuando te toca una mano mala.”
Miguel A. Hernández
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