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lunes, 16 de enero de 2012

EL ESPIRITU DEPORTIVO 2

A lo largo de la compleja evolución del fenómeno social que es el deporte ha sido posible detectar cierta idea de lo que se ha convenido en llamar “espíritu deportivo”. Pierre de Coubertin llegó a creer que podría ser considerado como una nueva religión, que los deportistas deberían ser como una especie de miembros de una nueva orden caballeresca. Han sido muy intensas las corrientes que, a partir de ahí, han establecido todas una mitología sobre el “saber ganar” y el “saber perder”, y acerca del papel del deporte en la formación humana por cuanto lleva implícito su espíritu de superación.

Para los teóricos hay algunos datos definidores del auténtico deporte: la utilización de sólo “buenas artes” _el acatamiento a las reglas establecidas para cada especialidad ha sido siempre algo sagrado, la trampa ha estado considerada como el peor delito-; vencer sin humillar; perder sin rencor, aceptando la derrota como lección que induzca a una autosuperación ; respeto absoluto para con el adversario; fraternidad dentro y fuera del terreno de juego; acatamiento de las decisiones de los jueces, aun en los casos en que se equivoquen claramente… Esto es lo que se ha venido denominando “espiritu deportivo” y lo que tuvo una aceptación universal en el deporte, mientras no entraron en juego masivamente elementos ajenos a él. Encajaba perfectamente con la creencia de que el deporte era la mejor escuela para la vida. Si la vida se considera como unas relaciones de competencia, según las concepciones del darvinismo social, nada mejor para integrar al individuo dentro de un orden que una actividad que fomente, por una parte, la superación y, por otra, la aceptación resignada de la derrota cuando ésta se produce. Tales principios han estado tan estrechamente ligados al nacimiento y desarrollo del capitalismo que ha sido en el mundo occidental donde se ha impuesto la necesidad de que la gente posea el llamado “espiritu deportivo”.

En el mundo socialista, el deporte es valorado desde un punto de vista estrictamente físico-educativo: es útil para mejorar el desarrollo del cuerpo y la capacidad física y mental. Allí, sólo entre las grandes figuras que salen al exterior para disputar certámenes con los deportistas occidentales está desarrollado el espíritu competitivo, que es imprescindible para luchar contra quienes ponen sobre el tapete cierta dosis de agresividad. Por otra parte, les interesa imponer la tesis propagandística de que en el “mundo del Este” la formación física es mejor porque las condiciones de vida son más humanas. A nivel masivo, en los países socialistas el deporte es una práctica con un carácter competitivo menos acentuado que en Occidente, de la que se ensalza sobre todo su carácter formativo y pedagógico.

Del primitivo “espíritu deportivo” no queda absolutamente nada cuando los intereses políticos irrumpen en el deporte. Hay cierta tendencia a considerar a los deportistas como soldados, es decir, hacerles creer que su misión es la de luchar para aumentar el prestigio nacional en esta época de coexistencia. En la actual República Popular del Congo (Brazzaville), siendo presidente Fulbert Youlou, es decir en el período 1959-1963, se elaboró un decreto por el que los jueces podían aplicar sanción penal a los deportistas que dieran un rendimiento irregular representando al país.

Entre las demostraciones más dramáticas de la mezcla abierta de política y deporte, con el desprecio del espíritu deportivo, que se han producido desde finales de la II Guerra Mundial, cabe mencionar el partido de water-polo jugado entre húngaros y soviéticos en los Juegos Olímpicos de Melbourne, en 1956, precisamente en los momentos tensos que siguieron a la revuelta habida en Hungría y a la posterior invasión de ese país por las tropas soviéticas. Hubo ya un primer incidente en la llegada de los deportistas húngaros, quienes consideraron que la bandera oficial que ondeaba en el estadio era la representativa de un Gobierno “prorruso”, y no la expresión de la voluntad magiar. La bandera fue arriada y sustituída por otra sobre la cual campeaban la cruz de Lorena y el escudo de Lajos Kossuth _líder nacionalista del siglo pasado_. Durante el mencionado match, los húngaros, alentados por el público, consiguieron clara ventaja sobre los soviéticos. Cuando faltaban diez minutos, el partido se convirtió en una batalla campal. Los jugadores apenas hacían caso del balón, dedicando todas sus energías a propinarse puntapiés, puñetazos y arañazos, sin que los árbitros intervinieran eficazmente. El público aplaudía la contundencia de los húngaros y silbaba de sus adversarios. El final del tiempo reglamentario de juego no acabó con las agresiones, las cuales siguieron produciéndose en las inmediaciones de la piscina, con la intervención de técnicos, suplentes, empleados de las instalaciones y algunos espectadores, La policía tardó más de veinte minutos en sofocar la reyerta.

Otra muestra de la desaparición del espíritu deportivo por la politización del deporte es la declaración que hizo en 1972 un campeón mundial de ping-pong de la República Popular China. En una rueda de prensa explicó así su victoria: “He vencido gracias a la concentración y la serenidad que me ha proporcionado la lectura de los pensamientos del presidente Mao. El ping-pong es muy fácil: hay que golpear la pelota con violencia, con mucha violencia, con tanta violencia como si se tratara de la cabeza de Chiang Kai-shek”.

No es sólo la politización lo que está disolviendo el llamado “espíritu deportivo”. De la misma manera, y a partir de motivaciones de tipo económico, ocurre lo mismo en múltiples competiciones de carácter profesional. En esos casos, la violencia, las trampas y los malos modos hacen su aparición como consecuencia de la repercusión crematística que puede tener para los contendientes de una derrota.

UNA CLASIFICACION CADUCA: DEPORTE AFICIONADO Y DEPORTE PROFESIONAL

Con el desarrollo alcanzado por el profesionalismo a lo largo del siglo XX, se ha convertido en tradicional la división de los deportistas en “aficionados” y “profesionales”. Alos primeros, se les ha considerado, en principio, depositarios de las esencias del espíritu deportivo, y a los segundos, como los aprovechados de la importancia que ha adquirido el deporte en tanto que fenómeno social.

Sin embargo, esta clasificación puede considerarse hoy perfectamente caduca por el simple hecho de que no es sólo el dinero el elemento que, ajeno al deporte, ha hecho su aparición en él y lo ha modificado.

La validez de clasificar a los deportistas y sus actividades en “aficionados” y “profesionales” perdió vigencia el día en que, por la multiplicación de los contactos internacionales y por la filosofía de “el deporte une a los pueblos”, empezaron a ser manipulados los resultados de las competiciones y encuentros, y se llegó a considerar que de ellos dependía el de los grupos sociales a los que pertenecía el practicante. Hasta entonces, la única motivación no deportiva _siempre en un sentido puritano del término_ que se interfería en la trayectoria de una persona que lo practicase era el posible deseo de obtener una rentabilidad económica del esfuerzo, que en el caso de las grandes figuras se traducía en la posibilidad concreta de aprovechar la fama para ganarse la vida e intentar asegurar su futuro. La progresiva elevación del nivel técnico y de la capacidad física fue determinando que quienes deseaban sobresalir del nivel medio de sus rivales, pasaran a dedicar al entrenamiento y a la preparación algo más que los simples ratos de ocio que les dejaban sus actividades profesionales. Entrenarse durante cuatro, seis u ocho horas diarias, y descansar luego mucho más de lo normal para reponer las energías consumidas, tenía después la compensación de que permitía destacar en las competiciones y concedía renombre. Durante un tiempo, esto lo hicieron los únicos que podían: los individuos de las clases acomodadas; sólo ellos podían permitirse el lujo de trabajar menos para entrenarse más. Posteriormente, y por la posibilidad de ganar dinero a través de los éxitos, empezaron a intentarlo también los miembros de clases más modestas que tenían especiales facultades para sobresalir.

El dinero entró en el deporte por aquella característica suya de atraer espectadores. Ernest Hemingway (1898-1961) escribió un día que “cuando un deporte es suficientemente atractivo para inducir a la gente a pagar por verlo, se tiene el germen del profesionalismo”. Esto es válido a nivel de deporte-especialidad, como el fútbol y el rugby, y lo mismo podría decirse de una figura con la suficiente capacidad de convocatoria como para justificar el pase por la taquilla de miles de personas.

Algunas especialidades espectacularidad, ciertos deportistas por su relevancia, y algunos certámenes por su grandiosidad, demostraron que podrían proporcionar cantidades importantes de público de pago y producir beneficios. A partir de aquí, algunos vieron la posibilidad de dedicarse plenamente al deporte para poder destacar y, a cambio, obtener una compensación por el tiempo invertido y el empleo abandonado. Había nacido el profesionalismo.

El germen que apuntaba Hemingway fue superado después. No sólo residía en que el público estuviera dispuesto a pagar una entrada, sino en el simple hecho de que el deporte atrajera y llamara la atención, porque, como se ha visto después, el profesionalismo también se ha desarrollado de la mano de la publicidad. A los espectadores se les invita a presenciar gratuitamente un espectáculo deportivo costoso, cuyos practicantes son profesionales, a cambio de que toleren una publicidad. El ejemplo más fácil de relacionar entre deporte y publicidad es el ciclismo, que, desde hace muchos años, está estrechamente vinculado a marcas comerciales y resulta gratuito para el público. Las marcas lo financian a cambio de la publicidad que hacen de sus productos los corredores, convertidos en hombres-anuncio.

Un tercer germen del profesionalismo es, indiscutiblemente, la repercusión política de los éxitos deportivos. En los países socialistas se conceden tantas facilidades a las figuras para resolver su futuro que, de hecho, viven en una situación profesional. Si abandonaran el deporte perderían sus empleos _casi siempre de tipo paraestatal_ y empeoraría su status social. Lo mismo sucede en algunas universidades estadounidenses donde la razón de la estancia de muchos jóvenes con todos sus gastos pagados es el compromiso de entrenarse y superar marcas progresivamente. También para ellos el abandono del deporte supondría la pérdida de sus becas.

A través de esas tres dimensiones es como la imagen del deportista aficionado quedó desbordada, o sea, a través del dinero en mano, de la publicidad comercial y del prestigio político.

Sin embargo, parece que histórica y socialmente ha sido superada la división clásica entre el deportista aficionado y el profesional. El hecho deportivo ha ganado tanto relieve en la vida del siglo XX que se empieza a imponer una nueva clasificación: la del deporte trascendente y el intrascendente. El primero sería aquel que, por unas razones u otras, tiene repercusión social y sus resultados e incidencias llegan a interesar colectivamente. El segundo, el que se realiza por puro placer, el que interesa estrictamente a los practicantes. Buscando definiciones, el deporte intrascendente es el practicado como asueto para llenar el tiempo de ocio, por deseo personal de mejora de las condiciones físicas, como diversión de un grupo de amigos, como actividad banal en la que no tiene ninguna importancia el resultado. Deporte trascendente es aquel que, con dinero o sin él, despierta la atención pública por su resultado, ya sea por una repercusión estrictamente deportiva _la superación de un récord mundial_, por mitificación que se haya ganado la especialidad o el practicante _el fútbol en los países latinos, Cruyff_ o por connotaciones políticas _un duelo de atletismo Estados Unidos-Unión Soviética.

En esta clasificación, el elemento diferenciador-clave de uno y otro es la capacidad de interesar, aunque sólo sea a nivel de resultado, a círculos amplios de personas, a más individuos que a los directamente implicados en el juego.

LA POLÉMICA DEL AMATEURISMO

Durante Mucho tiempo, el deporte mundial ha tenido ante las masas que profundizaban demasiado en sus análisis la imagen de actividad romántica que todos necesitaban practicar y a las que todos estaban invitados. Fuera de las especialidades abiertamente profesionales, como el boxeo, el ciclismo, la lucha libre, se había corrido un tupido velo que impedía conocer lo que ocurría a nivel económico. Hacia los cincuenta fueron profesionalizándose otras actividades por la necesidad de incrementar la dedicación de sus practicantes, y entonces se hizo público que también el fútbol, una parte del tenis, del baloncesto, del automovilismo, del golf y algunos otros eran deportes que, en determinados lugares, estaban bien remunerados. Los practicantes ya no cobraban dietas, primas o premios, sino que recibían salarios. El dinero y la remuneración pasó a otras especialidades; sin embargo, teóricamente, hasta la reunión que celebró el Comité Olímpico Internacional (COI) en Viena, en 1974, otras actividades remuneradas, entre las que figuraban los llamados “deportes básicos” _atletismo y natación_, se desarrollaban presuntamente dentro de la más estricta obediencia a las directrices de desinterés económico propuestas por Pierre de Coubertin.

La razón de esta mentira colectiva hay que buscarla tal vez en aquella excesiva exaltación que y tradicionalmente se había hecho del deporte de cara a la juventud. Si se presentaba como una actividad formativa y válida por si misma, romper el encanto para mostrar su comercialización quizá hubiera retraído a muchos practicantes románticos. Además, hubiera supuesto la abierta profesionalización de los jóvenes, con los que se habría perdido la oportunidad de tener siempre a mano una cantera amplia, entusiasta y barata de deportistas aficionados.

En el camuflaje de esa fase político-deportiva llegó a existir una tolerancia oficial del Comité Olímpico Internacional hacia las dietas que compensaran las horas de trabajo dedicadas a los entrenamientos y competiciones , con el límite de que aquellas fueran como máximo sesenta al año, y treinta más durante las Olimpiadas. Sesenta o noventa horas era una dedicación ridícula para deportistas con la ambición de destacar en el campo internacional, entre otras cosas porque ése era un volumen de preparación al alcance de los auténticos aficionados que consagraban a ello sus ratos libres. Asimismo, existía un severo control sobre la publicidad comercial a cargo de los deportistas aficionados. La publicidad fue la causa de la polémica descalificación del esquiador austriaco Karl Schranz en los Juegos Olímpicos de Invierno celebrados en Sapporo, Japón. Todo el mundo sabía que Schranz se ganaba la vida básicamente anunciando material de deporte invernal, pero cometió la imprudencia de reconocerlo abiertamente en una entrevista televisada. Un asunto similar estuvo a punto de costarle al nadador estadounidense Mark Spitz las medallas obtenidas en los Juegos Olímpicos de Munich, pues el gesto de levantar unas zapatillas deportivas cuando se hallaba en el podio fue denunciado como publicitario, aunque luego la acusación no prosperara, posiblemente por miedo al escándalo mundial que habría producido y a originar investigaciones públicas sobre la presencia del dinero en el deporte aficionado.

Ya en 1932 _para señalar que el fenómeno no es reciente_ la Federación Internacional de Atletismo descalificó al atleta finlandés Paavo Nurmi (1897-1974) cuando se hallaba en la cúspide de su fama. Este había decidido acabar su carrera deportiva corriendo el maratón de la Olimpiada de 1932, celebrada en Los Angeles, y se le suspendió antes por haber abusado en la petición de una nota de gastos, a pesar de ser héroe mundial del atletismo.

En la ya mencionada reunión del Comité Olímpico Internacional celebrada en Viena, se autorizó oficialmente a los deportistas a cobrar dietas y compensaciones por todas las horas dedicadas a la preparación y las competiciones, sin ningún límite, siempre que pudieran demostrar que los ingresos por este concepto no eran su principal medio de vida. Sobre esta última condición no existe naturalmente control de ningún tipo. Igualmente, se autorizó a los deportistas aficionados para que realizaran publicidad comercial, siempre que ésta fuera controlada por sus federaciones nacionales. A partir de esto ya no es un delito cobrar; desapareció el puritanismo económico del horizonte deportivo y se ha establecido la base para una futura revisión por la que, de una forma u otra, sea abolida oficialmente la condición del deportista aficionado o amateur.

En realidad, en estos últimos años, al estar profesionalizada la actividad de las figuras de casi todas las especialidades deportivas, incluso la de aquéllas con menos atractivo como espectáculo _que suelen estar protegidas estatalmente en función de proteger el prestigio del país de que se trate en las competiciones internacionales_, se estaba produciendo un fenómeno curioso: muchos jóvenes seguían la vía aficionada haciendo con ello una deliberada inversión de tiempo y esfuerzo para conseguir status de profesional. Y esto ya desvirtuaba en espíritu olímpico. Como lo debilitaban también actitudes del tipo de la de Mark Spitz, quien, tras sus citados éxitos en la Olímpiada de Munich, reconoció que en la última etapa de su vida amateur el estímulo para su esfuerzo había sido soñar con un triunfo tan rotundo que hiciera llover sobre {el las ofertas publicitarias y cinematográficas, como así ocurrió (Spitz , abandonando la natación, se ha paseado por el mundo promocionando bañadores). En un sentido poco preciso y exigente de lo que es el deporte, si Spitz llevaba esas intenciones no puede decirse que fuera un amateur en el pleno sentido de la palabra, y eso independientemente de que gozara de becas y facilidades especiales para poder dedicar el 100% de su tiempo a la natación.

Aplicando la nueva terminología, puede decirse que en el futuro, el único deporte que continuará siendo auténticamente aficionado será el que se practique se manera intrascendente. Es decir, el de la etapa formativa de los colegios, el del puro esparcimiento entre grupos de amigos y el de quienes, por un deseo de mejora de su forma física o por no engordar, dediquen algunas horas semanales al entrenamiento, al gimnasio o a cualquier otra actividad. Todo lo demás adquiere cierto nivel de trascendencia y suele tener al dinero como fin, ya sea inmediato o a largo plazo.

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